Por esta época nuestros hijos tienen mucho tiempo libre y es el mejor momento para compartir con ellos estos cuentos con moraleja, otra forma de enseñarles algunos valores que por siempre deben estar presentes en su vida, para asirnos de ellos cuando llegamos a adultos.
En el cielo existían millones de estrellas... estrellas de todos los colores: blancas, plateadas, verdes, doradas, rojas, azules.
Un día, inquietas, ellas se acercaron a Dios y le dijeron:
Señor Dios, nos gustaría vivir en la tierra entre los hombres.
- Así será hecho, respondió el Señor. Las conservaré a todas ustedes pequeñitas, como son vistas para que puedan bajar a la tierra.
Cuéntase que en aquella noche hubo una linda lluvia de estrellas. Algunas se acurrucaron en las torres de las iglesias, otras fueron a jugar y a correr junto con las luciérnagas por los campos, otras se mezclaron con los juguetes de los niños y la tierra quedó maravillosamente iluminada.
Pero con el pasar del tiempo, las estrellas decidieron abandonar a los hombres y volver para el cielo, dejando la tierra oscura y triste.
- ¿Por qué volvieron?, preguntó Dios, a medida que ellas iban llegando al cielo.
- Señor, no nos fue posible permanecer en la tierra, allí existe mucha miseria y violencia, mucha maldad, mucha injusticia.
Y el Señor les dijo: ¡Claro! El lugar de ustedes es aquí en el cielo. La tierra es el lugar de lo transitorio, de aquello que pasa, de aquello que cae, de aquel que yerra, de aquel que muere, nada es perfecto. El cielo es el lugar de la perfección, de lo inmutable, de lo eterno, donde nada perece.
Dios habló de nuevo: Nos está faltando una estrella, ¿será que se perdió en el camino?
Un ángel que estaba cerca replicó: No Señor, una estrella resolvió quedarse entre los hombres. Ella descubrió que su lugar es exactamente, c donde existe la imperfección, donde hay límite, donde las cosas no van bien, donde hay lucha y dolor.
- ¿Qué estrella es esa?, volvió Dios a preguntar.
- Es la Esperanza Señor. La estrella verde; la única estrella de ese color.
Pero el cuento no termina aquí... ¿Quieren saber qué pasa cuando se enferma la Esperanza?
En un pueblito lejano ....
Un forastero desaliñado llegó... como venía cansado, se sentó al lado de la fuente, en medio de la plaza.Después de refrescarse el rostro y las manos, se dispuso a reponer fuerzas sacando de su mochila un pedazo de pan y algo de queso. Mientras comía pausadamente, no dejaba de mirar a un lado y a otro como si estuviera asombrado. Había conocido muchos pueblos semejantes a aquél, por eso no se explicaba la rara sensación que lo embargaba:
"«¡Hummmm, aquí pasa algo! ¡Algo raro tiene este pueblo!», murmuró para sus adentros.
En aquel momento, de una casa cercana a la plaza salió un niño. Con paso cansino se dirigió a la casa de al lado y llamó a la puerta. Al poco rato se le acercó otro niño y ambos se sentaron en el umbral después de un breve saludo.
Pasaba el tiempo. Los niños no hablaban entre ellos y en sus caras se reflejaban el desgano y el aburrimiento. Uno de ellos tomaba piedrecitas del suelo que luego arrojaba enfrente sin prestar atención, el otro parecía ensimismado en la contemplación de sus uñas...
El forastero los miraba sorprendido, ya que estaba acostumbrado, al llegar a un nuevo pueblo, a verse rodeado de niños que le preguntaban de dónde venía y hacia dónde iba. Aquellos dos, en cambio, parecían ignorarlo, aunque de vez en cuando lo mirasen de reojo.
El asombro del forastero fue aumentando cuando vio que otros niños iban reuniéndose alrededor de los dos primeros. Se sentaban en el suelo y permanecían allí sin decirse nada... ¡Qué niños tan raros!
Precisamente aquella hora, la de la siesta, era la mejor para jugar libremente, lo había sido siempre, ¿por qué no jugaban aquellos niños?, ¿por qué teñían el aburrimiento marcado en sus miradas?
Pensando en ello, tomó su cantimplora y después de beber decidió resolver aquel misterio...
–¡Hola, chicos! ¿Qué tal? ¿No saben a qué jugar?
Los niños se miraron entre ellos.
–¡Se nota que no es de aquí! –le respondió uno melancólicamente.
–Así es, y estoy asombrado de ver unos niños como ustedes, con esas caras, sin saber qué hacer, yo que en tantos pueblos he estado…
–¡Éste no es un pueblo como los demás! –lo interrumpió una chiquilla malhumorada.
–¿Estás enojada conmigo? –el forastero se rascaba la cabeza confuso.
–Bueno, usted es forastero y no sabe nada de nuestra desgracia... –añadió un tercero con aire desganado.
–¿Una desgracia? ¡Ya lo creo que lo sé! Tener que ir todos los días a la escuela. Es eso, ¿verdad?
Por lo visto el forastero quería hacerse el gracioso, pero no tuvo mucho éxito ya que los niños siguieron callados con un gesto de enojo en sus rostros. Quizá por eso el forastero cambió de tono:
–Por favor, ¿quieren decirme qué les pasa? ¿Qué pasa en este pueblo?...
Esta vez los niños parecieron comprender su interés. Dudaron un momento, pero luego le hicieron un lugar a su lado.
–Mire, lo que ocurre es lo siguiente –empezó a decir el que parecía mayor de todos–: los niños de este pueblo estamos muertos de aburrimiento. No tenemos ganas de jugar... Una noche una estrella verde apareció en el cielo y desde entonces no hemos vuelto a tener ganas de jugar... No sabemos qué hacer, no se nos ocurre nada, hemos probado casi todo y todo ha sido inútil. ¡Nos aburrimos como hongos! Nuestros padres también están muy preocupados, nos han llevado a muchos médicos...
–¿Y qué? –el forastero estaba cada vez más interesado.
–¡Y nada! Seguimos más aburridos que antes.
–Antes nos bañábamos en el río...
–Y atrapábamos renacuajos...
–Jugábamos al escondite, andábamos en bicicleta, patinábamos...
El forastero no los dejó seguir con sus añoranzas, los niños se quedaron boquiabiertos al oírle decir:
–¡Pero si está bien claro! ¡La estrella verde! ¡Cómo no me he dado cuenta antes! Ya me parecía a mí que en este pueblo había gato encerrado –se daba golpes en la frente como si estuviera enojado con ella–. No se preocupen. Yo sé cómo arreglar esto. Les diré lo que tienen que hacer...
Los niños estaban deslumbrados por la sorpresa. Algunos comenzaron a mirarle con desconfianza... pensando que aquel hombre quería tomarles el pelo, pero la mayoría se apretujó a su alrededor, ansiosa por escuchar sus palabras:
–Esa estrella está enferma, por eso es de color verde... ¡Sí, sí, no me miren con esa cara! Y si quieren jugar, pasarlo bien y vivir como antes, tendrán que curarla.
–¡Una estrella enferma! ¿Y cómo la podemos curar?
–Escuchen atentamente porque no hay tiempo que perder. Tienen que conseguir una botella verde y mañana al amanecer, cuando salga el sol, deben abrirla y dejar que dos rayos de sol entren en ella. Ciérrenla bien. Durante el día, manténganla en el río, en un lugar donde no pueda llevársela la corriente... Dentro de la botella los dos rayos de sol irán agrandándose y fortaleciéndose. Y a la noche, cuando aparezca la estrella verde, suban a una montaña y desde allí apunten la botella hacia la estrella enferma... Quítenle el tapón y proyecten los dos rayos solares hacia la estrella verde... ¿Entendieron?
–¿Eso es todo?
–¿Así se curan las estrellas verdes? -¿Al día siguiente podremos volver a jugar?
Los niños empezaron a acosarlo con preguntas, pero el forastero los interrumpió enseguida:
–¡Bueno, bueno... no he terminado todavía! Ya saben que las estrellas están muy lejos y no les puedo decir cuánto tiempo van a necesitar esos dos rayos de sol para llegar a la estrella verde... Así que, después de hacer lo que les he dicho, falta lo más difícil: ¡ESPERAR! No me pregunten cuánto tiempo, porque no lo sé... –los niños parecían un poco desilusionados–. Por eso les aconsejo hacer bien lo que he dicho y esperar pacientemente.
El forastero se levantó del suelo, sacudió sus viejos pantalones...
–Bueno, tengo que marcharme ya, el camino me espera... –sonreía feliz–. ¡No se preocupen, todo se arreglará!
Tomó del suelo su mochila y se la colgó al hombro.
–¡A ver si cuando regrese a este pueblo, los encuentro felices y contentos! ¡Adiós!
–¡Adiós! –los niños estaban algo desconcertados.
Él se volvió varias veces para saludarlos con la mano y se fue alejando lentamente sin mirar hacia atrás.
–¿Será verdad todo lo que ha dicho? –preguntó a los demás un niño con aspecto de despertarse de un sueño...
–Podemos probar. No tenemos otra salida –decidió el que parecía el mayor de todos.
Los niños durmieron poco aquella noche. Y ya antes del amanecer se reunieron todos en la plaza. No les fue difícil encontrar una botella verde, ni guardar en ella los dos primeros rayos del sol. Durante el día mantuvieron guardada la botella en el río y a la noche, quitándole el tapón, enviaron su contenido a la estrella verde.
Y empezaron a esperar. Se fueron enfriando los días, las golondrinas huyeron, los senderos se cubrieron de hojas cobrizas y las puertas de la escuela volvieron a abrirse para los niños. Éstos, a pesar del tiempo transcurrido, seguían malhumorados y apáticos, sin ganas de jugar. Mirándolos, la gente del lugar se entristecía, así que aquel pueblo fue convirtiéndose en un pueblo triste, el más triste del mundo.
Bueno, no todos sufrían por aquella desgracia que aquejaba a los niños... El maestro, por ejemplo, vivía mucho más feliz que antes. Los niños ya no lo hacían rabiar, ni golpear furiosamente la mesa queriendo imponer un poco de silencio... Era viejo y estaba cansado, así que la calma y la apatía de los niños le venían a las mil maravillas.
–Maestro, ¿cuánto tiempo pueden tardar dos rayos de luz en llegar a una estrella? –preguntaron una vez los niños.
El maestro se extrañó de aquel repentino interés y se puso en guardia.
–Pero, ¿qué me están preguntando? ¡A qué distancia están! Vamos a ver, ¿es que todavía creen en lo que les dijo el vagabundo? ¡Qué inocentes! Aquello fue una broma, ¡quién puede tragarse esa historia! ¡Sólo me faltaba escuchar estas tonterías! ¡Vamos, vamos..., sigan estudiando!
Pero de noche, cuando nadie lo veía, el viejo maestro se quedaba mirando al firmamento, temeroso de que la fórmula del forastero surtiera efecto... Como para tranquilizarlo, la estrella enferma aparecía en el cielo más verde y brillante que nunca.
–¿Tan lejos está esa maldita estrella o es que aquel forastero nos engañó a todos? –se preguntaban los niños, crispados.
Cuando los árboles quedaron totalmente desnudos, el frío aire del invierno obligó a los niños a quedarse junto al fuego. Se olvidaron del forastero y también de que algún día tuvieron un poco de esperanza. Los patines y las bicicletas se oxidaron, se desinflaron las pelotas, se perdieron las figuritas y las bolitas, las muñecas se cubrieron de polvo y todos los demás juguetes fueron quedando arrinconados en ese pueblo desdichado.
Pero una tarde, pasó algo realmente extraordinario:
–¡Eh, miren cómo se está poniendo el cielo! –exclamó alguien en la escuela.
Todos los niños se acercaron a las ventanas.
–¿Pero qué es lo que pasa ahora? ¡Vuelvan a sus bancos! ¡Siéntense ahora mismo!
Pero el pobre maestro fue el primero en quedarse maravillado al ver los inusitados colores con que se estaba cubriendo el cielo: nubes de un color muy vivo, medio grises, medio verdes... de tonos brillantes y fulgurantes. ¿Qué era aquello? El maestro no había visto cosa igual en su vida... Enseguida empezó a nevar. Una nieve fina y verde.
–¡Nieve verde! ¡Nieve verde! –el maestro palideció de miedo.
En unos instantes todo el pueblo quedó verde. Verdes sus tejados y chimeneas, verdes las ramas de los árboles y la torre de la iglesia. Las cabras del monte, la leña partida, los carros y hasta la ropa tendida quedaron verdes y relucientes...
Los niños, locos de alegría, se tiraban bolas de nieve verde, gritaban, se revolcaban, corrían de un lado para otro.
–¡Eh, nuestros niños están jugando de nuevo! ¡La estrella verde se ha curado! –gritó alguien, entusiasmado.
La gente salió de sus casas, se abrazaban y lloraban de alegría viendo a los niños reír, gritar, correr, jugar, jugar, jugar...
Fue una noche inolvidable. Se organizó una fiesta impresionante, con música, bailes y juegos en medio de la verde nieve. Sólo el maestro, refugiado en su escuela, parecía desolado.
«¡Nieve verde! –se decía–. Los niños tenían razón..., aquel forastero tenía razón... Ahora la estrella se ha curado, ¡ay, ay!... Todo volverá a ser como antes.
Al día siguiente, un pálido sol fue derritiendo la nieve. Todos miraban con tristeza deshacerse ante sus ojos aquella maravilla que había devuelto la alegría y la esperanza al pueblo. La nieve desapareció pero no así la alegría de los niños, que duró siempre, unas veces mayor y otras veces menor... como suele ser normal, y como pasa en los pueblos que no han visto jamás una estrella verde.
Pero... cuando las otras estrellas miraron para la tierra, la estrella no estaba sola. La tierra estaba nuevamente iluminada porque había una estrella verde en el corazón de cada persona. Porque el único sentimiento que el hombre tiene y Dios no necesita retener es la esperanza.
Dios ya conoce el futuro y la Esperanza es propia de la persona humana, propia de aquel que yerra, de aquel que no es perfecto, de aquel que no sabe como será el futuro.
Recibe en este momento esta estrellita en tu corazón, la esperanza, tu estrella verde. No dejes que ella enferme y mucho menos no permitas que se aparte de ti. . Ten certeza que ella iluminará tu camino, sé siempre positivo y agradece a Dios todo. Se siempre feliz y contagia con tu corazón iluminando a otras personas.
Tomado de la Red y de www.taringa.net y colección Te Cuento.
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